Las leyes positivas no pueden anular las libertades
básicas
La
objeción de conciencia, entre la norma y el deber moral
Por
Salvador Bernal
06-03-1996
La
protección jurídica de la conciencia, un gran avance de la revolución liberal,
se ve amenazada a finales del siglo XX ante la presión de proyectos legales, que
conceden más valor a prestaciones personales públicas, o al derecho a la salud,
que a la libertad ideológica y religiosa. Una radical libertad de conciencia
tenía que chocar antes o después con los ordenamientos jurídicos y con la
coactividad -rasgo esencial del derecho- en el cumplimiento de los deberes
legales.
La
confrontación entre conciencia y ley se ha agudizado cuando termina el segundo
milenio. No es sólo la creciente inflación jurídica, a la que se refería ya en
los años cincuenta Federico de Castro, con una irónica regla de derecho: la
abundancia de las leyes se mitiga con su incumplimiento. Los Estados legislan
cada vez más sobre cuestiones profundamente implicadas en la conciencia
individual de cada ciudadano.
Resulta
lógico que el ciudadano se rebele mediante la objeción de conciencia: su actitud
no es fanática o extremista, opuesta a una ética civil -en cuanto distinta de
una ética filosófica o religiosa-, sino exponente del rechazo de un estatalismo
ético, cuando ordena cumplir obligaciones contrarias al mandato íntimo de la
conciencia.
La
apelación a la conciencia
El
ciudadano invoca entonces los preceptos constitucionales que garantizan la
libertad ideológica y religiosa, como el artículo 16 de la Constitución española
(CE), sin más limitación que el mantenimiento del orden público protegido por la
ley. Desde luego, la libertad religiosa enlaza directamente con la dignidad de
la persona, que suele valorarse también como uno de los fundamentos del orden
político y de la paz social (así, el artículo décimo de la CE). Está en juego
mucho más que la defensa de intereses o perspectivas individuales: la dignidad
de cada ciudadano, elemento indispensable del bien común, del justo orden
colectivo. Desde esta óptica, no se concibe que una persona se vea obligada a
realizar comportamientos que contradicen los designios de su
conciencia.
La
objeción se justifica así como exención de un deber legal, como derecho -si se
quiere, negativo- a no verse obligado a realizar ciertas actividades contrarias
a las propias convicciones. No encierra una oposición total al sistema, un
rechazo global del ordenamiento. Como, en otro orden de cosas, se acepta la
aplicación de las leyes del mercado, pero se admite la "excepción cultural"
(así, a propósito del cine europeo, en las discusiones del GATT), porque en el
fondo hay ámbitos de la existencia que se resisten al puro comercio.
Pero
es evidente que la simple apelación a la propia conciencia no basta para eximir
de los deberes ciudadanos: haría imposible la vida social. El recurso habitual a
la propia conciencia sin suficiente contraste jurídico -derechos humanos, orden
público- pondría en peligro la necesaria sumisión al orden social también
exigida por el bien común y la solidaridad. Sería tanto como someter a la
colectividad a la tiranía de cada conciencia o al veto de las minorías. Celaría
tal vez propósitos despóticos de imponer la propia voluntad.
Se
impone, pues, definir un equilibrio armónico entre la exigencia global de la
norma objetiva y la conciencia individual. Como ha escrito Alain Touraine, "la
mayoría no puede imponer su ley a una minoría más que cuando habla en nombre de
un principio universalista". Se evita de este modo el riesgo de acabar en el
totalitarismo, o en intolerancias dogmáticas, que impiden el diálogo y la
concordia social.
Es
necesario llegar a un consenso -en función de lo que se considera básico para la
persona y la convivencia pacífica y justa-, que limite las argumentaciones ad
infinitum o las polisemias verbales en defensa de los propios intereses: así
sucede cuando se considera integrista a quien objeta algunas leyes (p. ej., en
materia de aborto, eugenesia o eutanasia) y, en cambio, progresista al insumiso
(objetor al servicio militar y a la prestación sustitutoria).
El
ordenamiento jurídico, cuando se adentra en materias que pueden afectar
razonablemente a las convicciones de todos los ciudadanos -o de muchos-, ha de
aceptar que algunos presenten legítimamente su objeción (1).
Requisitos
de la objeción
En
buena parte de los países occidentales, la doctrina jurídica sobre la objeción
de conciencia se ha construido, básicamente, a partir del servicio militar
obligatorio. Muchas Constituciones habían establecido el deber y el derecho de
los ciudadanos a defender al propio país. Más recientemente (así, el artículo 30
CE), admitieron la objeción de conciencia con las debidas garantías, así como la
posibilidad de imponer una prestación social sustitutoria. El legislador obliga
al servicio militar, pero considera razonable la decisión de conciencia que
rechaza la guerra y las armas, por su incongruencia con la dignidad de la
persona.
Si
el objetor no es un antimilitarista radical, aceptará la existencia de ejércitos
profesionales, pero no la conscripción general y obligatoria. Para evitar
abusos, el Estado suele establecer la obligación de declarar formalmente la
objeción de conciencia, así como su examen por determinados órganos
administrativos.
En
síntesis, el legislador admite la objeción de conciencia de un ciudadano para
eludir el cumplimiento del servicio militar, impuesto a todos en nombre del
interés de todos. Esa decisión es compatible con la organización del ejército y
fuerzas de seguridad del Estado, porque el ciudadano y la sociedad tienen
derecho a ser protegidos.
En
cambio, las leyes no ven razones de conciencia legítimas para exonerar al
ciudadano de su deber de cumplir otros servicios personales -por ejemplo, en
cada proceso electoral- y de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos
de la colectividad, según las normas tributarias (como en el artículo 31 CE). No
se admite de ningún modo la objeción de conciencia electoral o fiscal porque, en
estos campos, prevalece decididamente el deber global de solidaridad. Ni tampoco
parece que pueda un cristiano invocarla, según aquello de San Pablo a los
Romanos: "Dad a cada uno lo debido: a quien tributo, tributo; a quien impuestos,
impuestos; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor" (Rom 13, 7). En
cambio, resulta mucho más discutible no admitir la objeción de conciencia cara a
la participación obligatoria en el jurado.
El
caso del aborto voluntario
El
servicio militar o la fiscalidad -aun distintos entre sí- resultan bien diversos
de otras figuras jurídicas, que no surgen desde obligaciones y derechos
exigibles cara al interés general, sino de situaciones puramente individuales.
Es el caso del aborto voluntario: las Constituciones no establecen ese derecho
en favor de la mujer; por tanto, no se puede exigir a nadie cooperar en la
realización de un aborto, ni, en rigor, habría que llegar a la objeción de
conciencia (2).
Efectivamente,
las leyes penalizan con carácter general la comisión de abortos y, sólo por
excepción, en supuestos bien determinados, consideran no punible su práctica
(así, el artículo 417 bis del Código Penal español). La sanción penal deriva de
que el nasciturus es un bien jurídico que debe ser protegido en función del
derecho a la vida (cfr. artículo 15 CE). De ahí deriva la obligación de los
poderes públicos "de abstenerse de interrumpir o de obstaculizar el proceso
natural de gestación, y la de establecer un sistema legal para la defensa de la
vida que suponga una protección efectiva de la misma" (sentencia 53/1985 del
Tribunal Constitucional español -TC-).
Pero
puede surgir el problema cuando, dentro de los supuestos legales, una mujer
decide abortar, y reclama su derecho a la protección de la salud (del que deriva
el deber de los poderes públicos de organizar y tutelar la salud pública: así,
artículo 43 CE). Esa previsión constitucional, ¿implica un derecho subjetivo del
ciudadano a las prestaciones establecidas en el marco de la Administración
sanitaria? Tal vez, pero, en todo caso, no será un verdadero derecho
fundamental, exigible por derivar directamente de la Constitución (esta
distinción es capital en caso de eventuales conflictos entre
derechos).
La
dignidad humana del personal sanitario
La
mujer tiene derecho a recibir determinadas prestaciones médicas. Las leyes
pueden incluir las necesarias para practicar un aborto. Entonces, el personal
sanitario podría verse obligado a colaborar en función de sus deberes
profesionales de carácter general: por su condición funcionarial, en hospitales
públicos, o por la relación laboral, si se trata de centros privados.
Y
aquí reaparece la objeción de conciencia: porque imponer una obligación general
de ese tipo a un médico o enfermera atenta a su dignidad personal y al libre
desarrollo de la personalidad (cfr. artículo 10.1 CE), pues están comprometidos
humana y profesionalmente con la defensa de la vida humana, asimismo protegida
como derecho básico de la persona.
Bastan
las convicciones mantenidas desde antiguo por la profesión médica -sin necesidad
de especiales argumentos filosóficos o creencias religiosas- para admitir que el
aborto plantea, cuando menos, serios dilemas morales a un trabajador de la
salud. Se justifica invocar in extremis la objeción de conciencia, con mucho
menos riesgo de frivolizar o de poner en cuestión los valores que sustentan la
convivencia democrática, que en el caso del servicio militar.
Por
esto, no es necesaria la regulación de esa cláusula de conciencia, al menos en
países como España: "Puesto que la libertad de conciencia es una concreción de
la libertad ideológica", la objeción constituye un "derecho reconocido explícita
e implícitamente en el ordenamiento constitucional" (sentencia 15/1982 del TC, a
propósito del servicio militar). Este derecho puede ser exigido aunque no haya
regulación legal expresa, porque "forma parte del contenido del derecho
fundamental a la libertad ideológica y religiosa reconocido en el artículo 16.1
de la Constitución", directamente aplicable en materia de derechos fundamentales
(sentencia 53/1985 del TC, a propósito de la ley sobre despenalización del
aborto de 1983).
En
la práctica, los proyectos encaminados a regular la objeción del personal
sanitario indican más bien la voluntad de suprimirla o reducirla, aunque
inicialmente prevean sólo una posible excepción: el peligro de muerte para la
madre. Pero en este caso la cuestión no es ya facilitar un aborto, sino procurar
el derecho a la vida de la madre. Los médicos tienen una experiencia antiquísima
en cómo resolver en conciencia este tipo de situaciones límites, que se plantean
tan de tarde en tarde como para ser irrelevantes a la hora de dictar leyes de
carácter general.
Sin
discriminaciones
Desde
luego, el ejercicio de la objeción de conciencia no puede originar
desigualdades. Parece evidente en el caso del servicio militar, un deber cara a
la comunidad social. Más aún, por tanto, en el caso límite del aborto, en que no
entra en juego el bien general. Aquí el peligro está más bien en discriminar
negativamente al objetor: ser despedido o sometido a un trato diferente del que
se aplica a otros profesionales de su misma categoría. Por eso, no tiene lógica
plantear una prestación médica sustitutoria: los objetores tendrán suficiente
trabajo -al menos igual que otros compañeros- en las diversas actividades de su
especialidad, sin riesgo de que la objeción de conciencia se traduzca en un
privilegio (con mayor motivo, si se tiene en cuenta el reducido número de
abortos respecto de las demás asistencias médicas y quirúrgicas).
Por
razones semejantes, la declaración formal de la objeción de conciencia parece
justa en el caso del servicio militar, pero resultaría discriminatoria exigirla
con carácter previo en las profesiones médicas, porque -repito- no está en juego
un interés general: por principio, las preferencias de quienes integran cada
equipo médico son cuando menos tan atendibles jurídicamente como las de las
mujeres embarazadas.
Tampoco
sería justo que instituciones médicas privadas, opuestas a la práctica de
abortos, sufrieran discriminaciones a efectos de conciertos o subvenciones por
parte de la Administración Pública: así se admite en la legislación de la gran
mayoría de los Estados de Norteamérica.
La
confusión de lo público y lo privado
En
países como España, la amplitud de la objeción al servicio militar se ha
convertido en una razón importante para replantear a fondo la política de
defensa. Ha comenzado un amplio debate político, y es previsible que se concrete
en reformas legales dentro de no mucho tiempo.
También
en España, la conciencia de los profesionales de la salud ha hecho difícil la
práctica de abortos en los hospitales públicos de algunas regiones. Se comprende
que políticos poco respetuosos de la libertad de las conciencias se hayan
opuesto a la objeción. Pero no parece razonable que esos derechos democráticos
cedan ante criterios económicos o de mera organización hospitalaria. Como ha
señalado José Antonio Marina en otro contexto, "atentar contra derechos humanos
para defender derechos sectoriales es cortarse las piernas para andar más
ligeros".
En
cambio, la realidad social justifica -es un ejemplo más de la tolerancia
jurídica- la existencia de clínicas privadas con personal dispuesto a practicar
abortos, incluso como negocio. Aun siendo un mal moral, el orden jurídico lo
tolera, como, en épocas pretéritas, la prostitución o los ejércitos privados, o
más recientemente, los paraísos fiscales.
Algunos
autores consideran, además, que esas clínicas más o menos especializadas
facilitarían el control de legalidad de los abortos. En cualquier caso, no deja
de parecer una hipocresía social rasgarse las vestiduras porque algunos ganan
dinero con prácticas abortivas -en virtud de su libre decisión-, mientras tratan
de obligar a todos a que violenten su conciencia, presentando como deberes
públicos ineludibles lo que son meros intereses privados. Recuerda la
incongruencia, señalada por Jean-François Kahn, del hombre público que aparece
en carteles electorales con su mujer y sus hijos, pero luego exige que se
respete su vida privada.
_________________________
(1)
Sobre esto, se puede consultar: Rafael Navarro-Valls, "Las objeciones de
conciencia", en AA. VV., Derecho Eclesiástico del Estado Español, EUNSA,
Pamplona (1993); Rafael Palomino, Las objeciones de conciencia: conflictos entre
conciencia y ley en el Derecho norteamericano, Montecorvo, Madrid (1994), 459
págs. Hay un elenco bibliográfico muy amplio en: Guillermo Escobar Roca, La
objeción de conciencia en la Constitución española, Centro de Estudios
Constitucionales, Madrid (1993), pp. 491-524.
(2)
Un buen análisis de este problema se encuentra en Gonzalo Herranz, La objeción
de conciencia de las profesiones sanitarias, "Scripta Theologica", Pamplona
(mayo-agosto 1995), pp. 545-563 (resumido en nuestro servicio
125/95).